miércoles, 13 de febrero de 2013

JUAN II y LOS CATALANES (Parte 3)



En el tiempo de celebración de esta reunión de los brazos, se van a producir varios hechos de desigual incidencia en el desarrollo de los acontecimientos, pero de honda significación emotiva. 
Fernando, que por haber pasado varios años, los primeros de la su­blevación, en Zaragoza y por la defección catalana, se siente muy vinculado a Aragón, informa a las Cortes de la muerte de su madre (febrero, 1468) y por la ancianidad de su padre, que es operado con éxito de cataratas (Juan II cuenta más de 70 años, edad muy avanzada para el siglo XV, Fernando se encomienda al favor y protección de los aragoneses.
El diario del que había sido capellán de Alfonso V, nos narra la escena así:
"El príncipe don Fernando estando en la ciudad de Zaragoza, recibió la noticia de la muerte de su muy amada madre la señora reina, de lo que tuvo gran duelo y dolor; y en la dicha ciudad le hizo solemnes honras fúnebres."
"Acabadas las exequias de la reina, el señor príncipe don Fernando reunió a todos los barones de Aragón pertenecientes a uno u otro bando, y con muchas lágrimas, les dijo: 'Señores, todos sabéis cómo mi señora madre con cuanto trabajo ha sostenido la guerra por recuperar Cataluña para la Casa de Aragón; ved al señor rey mi padre, viejo, y a mí de poca edad, por eso, yo me encomiendo y me pongo en vuestras manos, y os demando en gracia que me recibáis como a un hijo', y otras palabras muy dulces y buenas y dichas con mucho amor." "Viendo los barones y los grandes señores de Aragón las palabras y el amor del príncipe, le dieron su respuesta: 'Señor, de hoy en adelante acordamos treguas, en toda suerte de bandos y parcialidades, que duren hasta que vuestra señoría haya cobrado el condado de Barcelona; os hacemos ofrecimiento, tanto cuanto podemos, de personas y de bienes; os damos, durante todo el tiempo de la guerra, sisas en el pan y en el vino de todo Aragón, y así, señor, os consolamos, que tengáis confianza en nuestro señor Dios, que obtendréis y ganaréis vuestras tierras y lo nuestro."
En el plano eminentemente político, la muerte del condestable de Portugal, obliga al Consejo de Cataluña a buscar un sucesor, y lo hace en la persona de Renato de Anjou, cometiendo con ello la mayor de las traiciones a la tradición de la Corona de Aragón, dando posibilidades a la dinastía más enfrentada con los intereses aragoneses, a tomarse la revancha en propio suelo peninsular.
Este hecho, posiblemente, sea el promotor de la decidida decantación del reino en favor de Juan II. A partir de este momento el auxilio aragonés, y también valenciano, será total a la causa realista, lo que unido al desamparo exterior de la revuelta del condado de Barcelona (Cataluña), va a hacer que el desenlace positivo para el bando Trastamara sea sólo cuestión de tiempo.
También en el año 1468 se va a producir un hecho decisivo para la evolución de los acontecimientos y para el posterior devenir de la Corona. Juan II, deseoso de afianzar el flanco castellano y alejar todo intento de participación de Enrique IV en los asuntos internos de sus dominios, trata del matrimonio del infante Fernando con la heredera del trono de Castilla, Isabel, hermana de Enrique IV, lo que logra con el apoyo del bando aragonesista que todavía perdura entre la nobleza castellana, celebrándose la ceremonia el 18 de octubre de 1469.
A este respecto conviene destacar que ni en la mente de Juan II, ni en la del infante Fernando, ni en la del monarca de Castilla, existe ningún rasgo que permita intuir deseos de unificación de los reinos, ni que con ello persigan la unidad nacional, conceptos tan utilizados por la historiografía posterior.
Los embajadores aragoneses que negociaron el acuerdo, llevaban instrucciones para tratar también, si fracasaban en la primera gestión, el matrimonio del infante aragonés con una hija del marqués de Villena, factótum de toda la política castellana.
Los sucesos posteriores tampoco abonan la idea, pues no sólo Enrique IV procuró impedir la sucesión de su hermana y fue preciso una guerra civil para que llegara al trono, sino que los capítulos matrimoniales no establecían la unión de las coronas; la expulsión de Fernando a la muerte de Isabel, la búsqueda por el aragonés de una sucesión para sus reinos patrimoniales —segundo matrimonio del rey— y el desagrado por la intromisión castellana en los asuntos internos, patentizado por aragoneses y catalanes, son hechos que invalidan cualquier interpretación que no sea la puramente coyuntural del momento atravesado por Juan II en su enfrentamiento con los rebeldes del condado.
En los años siguientes, Aragón y Valencia, reunidos en Cortes conjuntas en Monzón, van a conceder importantes subsidios al rey, lo que unido a la muerte del Anjou (diciembre, 1470), impulsará las acciones bélicas.
Los triunfos militares de Juan II llevan a la resolución del problema, que se conseguirá a mediados de octubre de 1472, cuando tras las capitulaciones de Pedralbes las tropas del rey entren en Barcelona.
El reino, en su esfuerzo final, ha quedado exhausto. El rebrote de violencia en Navarra, que contaba con el apoyo de Francia, había abierto un frente en las Cinco Villas y el Pirineo, que los aragoneses deben defender, pero instando al monarca para que no descuide las campañas catalanas. Desde finales del año 1470 las fuerzas del reino han llegado al límite. Cuando en una reunión de villas y ciudades se estudia la concesión de un año de sisas, los representantes abandonan la idea porque la situación económica del pueblo, agotado por los enfrentamientos nobiliarios, por la leva y cobro de impuestos para el ejército real y por la defensa de las fronteras, no per­mite la concesión de más ayuda.
A pesar de ello, cuando en la primavera de 1472 se le exige un último esfuerzo para preparar el cerco de Barcelona, el reino concede un gran destacamento de gentes de armas, pagadas para permanecer los meses de agosto y septiembre, pero que podrían mantenerse, si era preciso, hasta que la plaza se rindiera.
Los móviles que impulsaron a los aragoneses a obrar así durante toda la guerra han quedado expuestos a lo largo del relato que antecede. No obs­tante, hay un factor que posiblemente no ha sido tenido en cuenta en toda su importancia. Aragón, a pesar de su situación, se sigue sintiendo, quizá infundadamente o sólo a nivel protocolario, o quizá por su propio tradicionalismo, como cabeza de la Corona.
La idea puesta de manifiesto en el proceso de Caspe, no podía variar en sólo cincuenta años. Por ello, es difícil que admitiera la iniciativa catalana y que ésta no se le expusiera desde el principio, pues significaba volver a caer en la dependencia política del condado.
Pero además, si esta idea era propia de un sector, el más tradicional, hay otro, que no se puede llamar progresista ni mucho menos, pero sí el más pragmático, que por sus relaciones mercantiles no podía, por salvaguardar lo anterior, permitir que Cataluña se desgajara de la Corona, pues a pesar del auge valenciano en el siglo XV, el principado constituía el puntal de toda actividad mercantil aragonesa.
En resumen, Aragón, frente a la sublevación cata­lana, toma una postura que se basa, al mismo tiempo, en su respeto a la tradición —la monarquía, la Corona, la prioridad del reino sobre el condado— y en la utilidad —Cataluña y su salida al Mediterráneo.
Para conseguir el triunfo de sus ideas, se vacía en favor del rey y sufre en su interior las acometidas de los ejércitos enemigos, la leva de tropas y las continuas recaudaciones de impuestos extraordinarios. Las clases dirigentes, más atentas a sus beneficios personales, sin desatender el apoyo al monarca, se enfrentan en continuas disputas y enfrentamientos armados, que sólo consiguen destrozar el país y la convivencia de sus gentes.
Al final, la gran vencedora será Cataluña, que tras obtener unas garantías y unas reivindicaciones muy benignas en las Capitulaciones de Pedralbes, adoptará una posición que facilitará la introducción de reformas, ya en el período de Fernando II, que modificarán todas las estructuras y le permitirán traspasar el umbral del medioevo hacia la modernidad en unas condiciones muy favorables para su evolución.
Aragón, por su parte, conservará su tradicionalismo, y la fuerza adquirida por los grupos de presión impedirán todo cambio; en definitiva, seguirá manteniendo que es la cabeza de la Corona, cuando en realidad se ha convertido en el furgón de cola que se opone, incluso, a ser arrastrado penosamente por el rey y los demás Estados.

martes, 5 de febrero de 2013

JUAN II y LOS CATALANES (Parte 2)



La actuación catalana con respecto al reino, es confusa. Por supuesto la finalidad es el destrona­miento de Juan II, al menos en el Condado de Barcelona (Cataluña), por lo que en un principio tanto a Aragón como a Valen­cia, el consejo de Cataluña, órgano máximo de deci­sión rebelde, sólo solicitó la neutralidad, no la adhe­sión a la sublevación. 
Cuando deciden proceder a la elección de nuevo monarca, los catalanes muestran la herida abierta dejada por el Compromiso de Caspe y cincuenta años después del triunfo político de Aragón, el principado intenta deshacer su obra y construir otra él solo, llamando a reinar a los des­cendientes de los candidatos rechazados, aunque, paradójicamente, el primer elegido es otro caste­llano, Enrique IV, otro Trastámara, con menores derechos que Fernando de Antequera, pero que por cuestiones de defensa y de alianzas internacionales les era más útil, igual que el primer Trastamara lo había sido para Aragón.
En 1463, tras la renuncia de Enrique IV, el Consejo catalán acepta el ofrecimiento del condestable Pedro de Portugal, descendiente del conde de Urgel, el gran derrotado de Caspe. Esta decisión, más acorde con la tradición política catalana es, sin em­bargo, un fracaso en el plano militar y diplomático. 
Aragón inicia un acercamiento general al bando rea­lista; el partido catalanista en el reino está aislado en el sur, sin función estratégica y sin fuerza para cau­sar serios trastornos. El principal problema aragonés se centra en la anarquía interna, en los continuos enfrentamientos entre grupos de nobles, sin ideal político; pero a pesar de todo, estos mismos nobles que luchan a muerte entre sí, no dudan en prestar su concurso en el ejército real, y las ciudades y villas que sufren las consecuencias de estas luchas inter­nas, arbitran medios para socorrer con gentes de armas y dinero al monarca. 
Las Cortes de 1466-1468 acuerdan la ayuda con tropas, se aprueban sisas sobre el pan y el vino y, a instancias del rey, envían una embajada a Barcelona. Todo esto significa la adopción firme de una postura contraria a la sublevación, tomada por el órgano de representación ara­gonés. Al mismo tiempo se recibe la jura del infante Fernando como Gobernador General, rey de Sicilia y corregente de su padre en el gobierno de Aragón.