La conquista de Nápoles (1435-1443)
A pesar de la conmoción que supuso la noticia de la prisión de
los hijos de Fernando el de Antequera, lo cierto fue que el cautiverio, primero
en Génova y más tarde en Milán, se caracterizó por su benevolencia.
El duque Filipo Visconti quedó tan gratamente impresionado por
la personalidad de Alfonso V que rápidamente se llegó a un acuerdo, el tratado
de Milán, firmado el 8 de octubre de 1435, mediante el cual ambos dirigentes
pactaron una división en las empresas italianas: todo el norte (incluida
Córcega, a la que renunció el monarca aragonés), quedaría bajo la influencia
milanesa, mientras que el sur de Italia, especialmente Nápoles, sería área de
expansión aragonesa.
Las Cortes de Aragón, Valencia y Cataluña se vieron obligadas
además a pagar treinta mil ducados como rescate de su rey, cantidad que, a
pesar de ser pagada con rapidez para que el monarca recobrase la libertad,
enfrió un poco más las tensas relaciones entre Alfonso V y sus territorios
hispánicos. Alfonso V, en enero de 1436, nombró a su hermano, Juan I de
Navarra, lugarteniente general de Valencia y Aragón, mientras que su esposa, la
reina María, lo continuaba siendo de los condados (Cataluña), lo que, en la
práctica, significaba delegar toda la política peninsular para continuar
persiguiendo el sueño napolitano.
Con más pena que gloria, Alfonso V fue consiguiendo la
financiación necesaria para reparar en su flota el daño sufrido en Ponza y
volver a la carga, alentado por el extraño funcionamiento interno de los pactos
políticos entre los estados italianos.
En 1435, el papa Eugenio IV recompensó la fidelidad de los
Anjou al partido güelfo mediante el reconocimiento de René de Anjou como
legítimo heredero de Nápoles, tal como figuraba en el testamento de la
fallecida reina Juana.
Pero los Sforza y los Visconti no estaban dispuestos a aceptar
sin más esta intromisión francesa, a pesar de que durante estos años
continuaron peleándose entre ellos en diversos frentes.
En 1438 el propio René desembarcó en Italia, pero los
problemas del papado, inmerso en la crisis del Concilio de Basilea (1439)
obraron a favor de Alfonso V, que contó con el beneplácito de muchos nobles
italianos en su lucha contra los Anjou.
Desde su base de Gaeta, el Magnánimo fue poco a poco limando
el poder angevino en la isla y ganando adeptos: la conquista de Aversa (1440) y
de Benevento (1441) preludiaron el largo asedio de Nápoles por parte de la
armada y del ejército de Alfonso V.
Aunque genoveses y milaneses trataron de reaccionar contra su
común enemigo aragonés firmando la paz de Cremona (1441), ya era demasiado
tarde: el 2 de junio de 1442 Alfonso V conquistó la capital napolitana,
efectuando una espectacular entrada triunfal en el Castilnuovo el día 26 de
febrero de 1443. La nobleza del reino le aceptó como monarca y se comprometió a
pagar un elevado donativo en metálico para sufragar los gastos de la guerra.
Tras largos años de lucha y de reveses, la determinación
napolitana del monarca había conseguido llegar a su fin, dando comienzo el
período italiano de la vida del que ya comenzaba a ser llamado por los
escritores humanistas Alfonsus, rex Hispanis, Siculus, Italicus, pius, clemens,
invictus.
En la paz de Terracina (1443), el propio Eugenio IV reconoció
el gobierno de Alfonso V sobre Nápoles, completando la rotunda victoria contra
todos sus enemigos.
El esplendor de un reinado (1445-1458)
Nápoles se convirtió desde 1443 en la capital de un imperio
mediterráneo aragonés, pues Alfonso V ya no volvió a la península Ibérica.
Desde allí, procuró convertir a Nápoles como enlace
mediterráneo que garantizase el comercio con sus reinos hispánicos y, por ende,
el dominio napolitano fuese convertido en centro de prosperidad económica para
Aragón, Valencia y Condado de Barcelona (Cataluña).
Pero la complejísima situación interna de Italia implicaría la
existencia de guerras a las que Alfonso V no fue ajeno, especialmente contra
Génova y Milán. Por momentos, como en 1447, cuando Filipo Visconti, en su
testamento, le cedió el gobierno de todos sus estados excepto los castillos de
Milán y Pavía,
Alfonso el Magnánimo acarició la idea de convertirse en rey de
toda Italia. Pero primero los propios milaneses, proclamando la República
Ambrosiana (1448), y más tarde los Sforza, apoderándose del gobierno del ducado
(1450), frustraron los planes panitálicos de Alfonso V. El intento del
emperador Federico III por hacerse coronar emperador de Roma, en 1452, cuando
el rey Magnánimo ya era casi un sexagenario monarca, marca el punto de
inflexión de estos sueños de expansión, pues prefirió alojar a su germánico
huésped y cederle el dominio de sus territorios del norte.
En abril de 1454, la firma de la paz de Lodi entre los estados
italianos puso fin a estos conflictos, pero, a su vez, el enfrentamiento entre
Alemania y Francia sería el origen de la posterior presión francesa sobre los
territorios napolitanos controlados por la monarquía aragonesa.
La última acción de Alfonso V fue ordenar al almirante Bernat
de Vilamarí dirigirse con la flota aragonesa a asediar Génova, ante la ruptura
de la paz de Lodi por parte de los genoveses.
Pero la muerte llamó al Magnánimo el 27 de junio de 1458,
dejando inconclusa esta nueva empresa.
No tuvo hijos legítimos de su esposa, la reina María de
Aragón, y no hay que buscar más explicación para este hecho que ver cómo en los
cuarenta y tres años que ambos estuvieron casados apenas pasaron juntos cinco.
Sí tenía Alfonso V dos hijos ilegítimos, Fernando (Ferrante) y
Juan (Gianni), habidos en dos de sus amantes italianas. El primero heredaría el
reino de Nápoles, mientras que el segundo lo haría con el resto de ducados y
títulos transalpinos.
Sin embargo, en Aragón reinaría su hermano, Juan I de Navarra
(Juan II de Aragón), pues los hijos de las amantes no heredaban.
Paradójicamente, Alfonso V no tuvo ningún hijo de su más
famosa amante, la bella Lucrezia d’Alagno, a quien colmó de prebendas y dinero
en sus últimos años de vida. El desmedido amor que sintió por esta doncella
dominó sus últimos años, como nos demuestra la narración de Eneas Silvio
Piccolomini:
¡Qué asombroso es el poder
del amor! Un gran rey, señor de las más nobles regiones de Hispania, señor de
las islas Baleares, Córcega, Cerdeña y la misma Sicilia, el hombre que ha
conquistado tantas provincias de Italia y derrotado en batalla a los más
poderosos príncipes, al final era derrotado por el amor e igual que
un prisionero se convertía en siervo de una simple mujer.!
(Recogido por Ryder, op. cit., p. 481).
Fuente: http://www.mcnbiografias.com
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